lunes, 26 de mayo de 2014

EL OBERVADOR

La tormenta rugía sobre el mar  a lo lejos y, aunque se veían los rayos iluminar el cielo de la noche, en tierra todavía reinaba la calma. La temperatura cálida y la brisa suave no anunciaban lo que estaba por llegar.
Como cada noche de tormenta veraniega cogía el camino hacia la playa. Los postes de madera, atados entre sí con viejas maromas, delimitan una senda marcada, descendente, suave, de arena fina y cálida, que ella hacía descalza las noches en las que los temporales formaban en alta mar.
Esos momentos nocturnales era cuando le gustaba bajar por el sendero; despacio, deleitándose en el paseo, en la calidez del verano, para bañarse en las aún aguas calmas de esas horas de la noche.  Una cierta luminosidad dejaba ver con claridad los contornos del paisaje y enmarcaba las negras nubes de la tormenta, que aunque en alta mar, se acercaba rápida, cabalgando sobre olas.  Olas que emitían lucecitas plateadas como estrellas brillantes sobre el mar, ondas rizadas por la brisa en la superficie del agua, dándoles aspecto de puntillas blancas como delicados encajes.  En ese entorno, ella bajaba por el sendero como una sonámbula, andaba sobre la cadencia de sus caderas, con un ritmo que lo hipnotizaba.
Él la observaba desde las dunas, sabía que en esas noches veraniegas de luna llena y tormenta, acostumbraba a bañarse.  La veía llegar a la orilla,  como se desprendía de su camisola blanca, que dejaba en la orilla de forma descuidada, y como,  pasito a pasito, despacio, entraba en el mar.  Tan despacio, que apenas se movía el agua, ni se formaban ondas alrededor de ella.  Era un momento en el que, todo alrededor de ella se paraba, el tiempo, las olas, el viento. Todo se detenía, toda la playa contenía el aliento, incluso él no respiraba.  Intuía y esperaba, ese momento en el que el agua marina humedecería la piel de ella, con un leve chasquido, al sumergirse en las aguas.   Sus largas piernas se transformarían y aparecería su aleta caudal, se transformaría en la sirena que era. La observaría bañarse de forma lánguida, jugar con las olas, la luz de la luna le robaría la plata a su cola, que destellaba con cada rayo de la aún lejana tormenta. 
Era la mujer que vivía en la cabaña junto a las dunas, justo al final del malecón donde él dejaba su barca. Una sirena. El la observaba y callaba no fuera a espantarla.