miércoles, 27 de abril de 2016

EL GATO SIN SOMBRA


La niña lloraba desconsoladamente; ni siquiera los inocentes juegos de su hermanita le hacían sonreír. Y es que ya habían pasado demasiados días desde que su querida mascota, su adorada gatita, desapareciera sin dejar rastro.
Ajena a las lágrimas de la chiquilla, la gata dormitaba tranquila. No entendía el dolor de su amita, de la misma manera que tampoco comprendía los sustos que se llevaban el pescadero y el lechero, cuando se les acercaba; ni sabía tampoco que su propia existencia había llevado a una persona a la locura, en otra parte de Londres, ni que había sido la protagonista de uno de los más osados experimentos de la ciencia.

Nada había variado la vida de la única gata invisible del mundo.

sábado, 23 de abril de 2016

NO ENTIENDO A ESTAS HUMANAS



No entiendo a estas humanas. Allí están las dos, siempre, ensimismadas en sus mundos privados. Una se come las flores que ha robado del árbol de la vecina. La otra llora, agarrada a sus rodillas. ¿Qué pensará? Si es todavía una niña... Debería estar jugando con muñecas o saltando a la cuerda.
La rubia es más lista. Su mente vuela. Imagina que es un pétalo rosa que vuela con el aire y viaja hasta las nubes. Desde allí contempla su mundo, ese que le asusta. No quiere estar allí. Le gustaría convertirse en rama. Sueña con ser una humilde flor aún sabiendo que su vida sería efímera y corta.
Me gustaría jugar con ellas, pero la última vez que me acerqué, la que llora me arrojó piedras y tuve que huir con el rabo entre las patas, como gato cobarde que soy.
Con la otra fue todavía peor. Me agarró del rabo y, su fantasiosa mente, me imaginó convertido en una cometa gatuna. Intentó que mi orondo cuerpo surcara los cielos. Caí en el estanque. Desde ese día la odio.
No entiendo a estas humanas. ¿Por qué no juegan a la rayuela? Me gusta mirarlas mientras sueñan.

domingo, 17 de abril de 2016

¿VIDA?



Se pasó más de media vida colgada al teléfono. Su infierno fue no tener otra que responder a consultas de otros, mientras ella no pudo viajar, ni disfrutar, ni comer, ni vivir...
Cuando murió, en su lecho de muerte pidió que no la desconectaran de los cables que la unían a esa realidad virtual que había sido su vida.
En la caja reposaba, muerta. Sus ojos vidriosos, ya opacos y de mirada vacía, ocultaban un secreto. El cable que surgía de su oreja seguía conectado al ordenador general de su empresa.
Una vez confirmada la muerte clínica, su cerebro se vació. Su vida terrenal terminó pero no así su mente. Voló convertida en bites hasta colarse en los entresijos de un cpu colosal y viajó por interminales canales digitales, colándose en las vidas ajenas.
Robó deseos y disfrutó de todo aquello que le fue robado en vida a través de todos los cables de teléfono que aún quedaban conectados en el planeta Tierra.

MADRE


—Madre, ¿estás despierta?
Esa frase retumbaba incansable a su alrededor, pero no sabía si se dirigía a ella. Ojalá alguien contestara, era un martilleo incesante...

El ingeniero movió la cabeza dubitativamente y miró al vigilante sin decir nada; habían intentado ya todas las maneras posibles despertar a Madre, sin resultado alguno. Vigilante formuló la pregunta de nuevo, con un matiz desesperado en su voz, si eso era posible. No concebía la existencia sin ella.

Al fin parecía que menguaba, ese murmullo molesto, y Madre volvió a su rumbo entre las estrellas.
En la Odisseus, todos estaban condenados a un viaje sin futuro. Llegaría un momento en el tiempo en que la hibernación fallara para los seres que la habitaban, pues hasta las máquinas llegan a la vejez. Vigilante pensó en aquello y mucho más, en su cerebro de sinapsis lumínica, y por primera vez experimentó eso que llamaban soledad.
Sorprendió al humano junto a él, al preguntar por última vez:

—Madre, ¿por qué me has abandonado?

FOTO DUPLICADA



La copia de la foto que llevaba en mi cartera estaba tan deteriorada por el roce y el paso de los años que la imagen aparecía difuminada y sus bordes ajados.  Después de pensarlo mucho decidí buscar los negativos y realizar otra copia.  No quería olvidar su rostro. Desde su muerte a tan temprana edad,  su imagen se iba desvaneciendo de mi memoria.
Busqué en ese cuarto infantil de muebles y estanterías polvorientas, abandonado desde hacía dieciséis años.  Al fin, en el fondo de un cajón, encontré los negativos. Eran las fotos en las que capturamos, detenidos en el tiempo, sus primeros pasos.  En ellas aparecía mi hija con apenas veinte meses  sobre una hierba de un color verde, tan intenso e irreal, que parecía pintada con rotuladores brillantes. Una nube de algodones de dientes de león revoloteaba alrededor de sus cabellos rubios dándole un aspecto mágico a la escena. Nuestra pequeña nos regalaba esa sonrisa infantil que desarma, esa mirada inocente que sólo poseen a esa edad.  No abrí el sobre cuando fui a recogerlas, quería verlas a solas, recrearme en el dolor de la pérdida y revivir los recuerdos de aquel día yo sólo.
María había oído el ruido de la puerta al cerrarse.  Sabía que su marido habría llegado con las copias de las fotos.  Ella le había pedido que no las revelara, pero agotada ante su insistencia, había cedido y quería volver a verlas.  Quizás él tuviera razón.  Los dos habían superado su adicción al alcohol y debían continuar cerrando heridas.
Se dirigió al despacho en su búsqueda. Cuando entró apresurada lo vio, y el dolor volvió a rasgarle las tripas. Su marido estaba hundido en su sillón, con los ojos abiertos y la mirada perdida, inmóvil, posando ante la muerte.  En el suelo, la foto de una joven rubia, rodeada de una nube de dientes de león, se encontraba en un prado de hierba de un repugnante verde intenso, desde dónde les dedicaba una mirada oscura de inmensa furia.Entonces lo supo, supo que su pequeña había crecido y no les había perdonado que la olvidaran en el coche al sol en el parking de aquel bar de carretera.