domingo, 1 de febrero de 2015

EL VENDEDOR DE HUMOS


Todos los miércoles la zona de mesas del parque se llenaba de personas dispuestas a dilapidar su fortuna. Conseguir uno de los frasquitos mágicos que ofrecía el vendedor ambulante era el objetivo del día. La cola que se formaba llegaba hasta la entrada del mismo parque. Empujones y torturas en la cola, trapicheos para vender las posiciones. El primero que llegaba se quedaba con el mejor elixir de la semana.
Pero ese miércoles no apareció nadie. El vendedor ambulante llegó puntual, como todos los miércoles, y se encontró la zona de mesas vacía.
Se sentó aturdido en una de ellas. Y esperó.
Pasaron las horas y el día se terminó. La noche hizo acto de presencia y la luna iluminó al mendigo. Porque ya no era un vendedor ambulante. Se mesaba los cabellos y ocultaba su llanto entre las mantas.
No había vendido ni un triste tarro de esencias. Esa noche debería dormir en el parque.

Mientras, en el pueblo, la fiesta de inauguración de la parafarmacia de Belinda terminaba. Todos los asistentes regresaban a sus casas. Habían descubierto que los elixires que vendiera un día aquel desconocido vendedor ambulante no eran en realidad más que tarros repletos de humo de colores.
Esa noche compraron productos homeopáticos en la farmacia de la familia de Belinda. Esa noche olvidaron para siempre al vendedor de humo.

Tristemente , el mendigo que esa noche se acurrucó entre dos setos, murió de frío entre la niebla, no estaba acostumbrado a dormir a la intemperie. Nadie se acordó de él, nadie le salvó de su miserable y falsa vida.