jueves, 6 de noviembre de 2014

LA CAJA DE MÚSICA



Arropada cálidamente debajo de mi edredón disfrutaba de un sueño evocador del que te despertabas descansada y feliz.  Poco a poco la ensoñación se disipaba, para oír otra vez de forma lejana el sonido de la caja de música. Las últimas noches se ponía en funcionamiento sola; tenía muchos años y el resorte que sujetaba la tapa se soltaba y el mecanismo se ponía en marcha. Tenía que arreglarla, pero me retraía hacerlo.  Relacionaba con la música el sueño recurrente de las últimas noches, en el que bailaba por toda la casa al compás del sonido de  la caja, regalo de mi abuela. Era tan intenso   que me resistía a despertar para ir a cerrarla. Cuando ocurría no podía evitar sentir añoranzas, por toda una larga carrera de bailarina,  llena de éxitos y de recuerdos. Contemplaba mis fotos de todos aquellos ballets que había interpretado y que inundaban mi casa. La danza me realizó como persona, era algo más que un medio de vida, me hacía feliz. Fue mi profesión durante años. Amaba bailar. Y cuando soñaba que bailaba, el recuerdo me volvía hacer rememorar  las sensaciones que encontraba en la danza. Me sentía  etérea,  libre, volátil.  La música volvía a introducirse dentro de mis entrañas. La notaba subir por el estómago e inundar mi pecho, llegar a las puntas de los dedos, que movían el aire a mi alrededor, dejándome llevar por la melodía, haciendo que mis pies se volvieran ligeros y mis piernas flexibles, elevándome en infinitas piruetas y giros, haciendo que el mundo desapareciera. Sintiendo la música como poesía en movimiento.  Años de esfuerzo y dedicación a  adquirir una técnica depurada habían suavizado y moldeado mi cuerpo, con el único objetivo de poder expresar con bellos movimientos las partituras más hermosas. 
Siendo niña,  mi abuela me regaló su caja de música. Una hermosa pieza de plata donde una bailarina giraba y giraba al son de la melodía del cascanueces.  Era habitual que me encontrara bailando con las zapatillas de estar por casa rellenas de calcetines en las puntas, haciendo equilibrios delante de mis muñecos,  al compás de la caja,  fascinada por la música e hipnotizada por la muñequita de ballet.   Bailaba horas y horas delante de mis compañeros de juegos, emulando a una primera bailarina. Descubierta por mi abuela,  ella me pagó mis primeras clases de ballet y mis primeras zapatillas con puntas.  La recuerdo y añoro, me llevaba y esperaba, me observaba y animaba.  Juntas íbamos al ballet y me acompañó en mis progresos, en mi debut, en mi éxito.  Y cuando nos dejó la lloré tanto, que desde entonces la caja de música me acompañaba en cada estreno.  Esa cajita de música me la recordaba, su sonido me hacía ponerme a bailar sin poder evitarlo. 

Me despertó otra noche más y al abrir los ojos no estaba en mi habitación. Me encontraba en el suelo del salón con las viejas zapatillas de ballet puestas.  Unas zapatillas  que colgué del cabecero de mi cama cuando me retiré de mi profesión.  No me habría extrañado amanecer en esas condiciones, si no fuera porque pegada a mi cama, en mi dormitorio permanecía la silla de ruedas que me acompañaba desde hacía dos años.  Un accidente de coche me había dejado inválida.