sábado, 1 de noviembre de 2014

CASTIGO

Moviéndose como una pluma, la niña dio algunos pasos más de baile delante de sus peluches, y después saludó a su público, como si fuera una bailarina profesional, como tantas veces había visto hacer en la televisión. Un aplauso inesperado atrajo su atención hacia la puerta de su habitación:
—¡Papi! ¿Me estabas viendo?
—Claro que sí, mi pequeña cisne —le respondió su padre sonriendo; se acercó para darle un beso, pero su sonrisa se torció en una mueca de circunstancias—. Escucha, peque, tengo que salir.
—¿Trabajo de nuevo?
—Sí, cariño, ¡los malos nunca paran! Ya he avisado a la señora Ortega, por si quieres algo.
La besó en la frente y salió de la habitación de su hija. La niña se acercó lentamente a la puerta, y escuchó como la señora Ortega le pedía a su padre que fuera con cuidado:
—Y coja a ese maldito abusador —le oyó añadir con furia—, que pague por todo lo que ha hecho.
La niña hizo un mohín de disgusto, y se acercó corriendo hasta su armario; rebuscando entre sus cosas, tomó una pequeña varita y comenzó a agitarla por la habitación. Satisfecha, se volvió hacia los peluches y los observó detenidamente; sus ojos de botón y plástico, la miraban muy atentamente, como pidiendo misericordia.
—Desde luego —dijo la niña, agitando la cabeza negativamente—, los adultos nunca aprenderéis; bueno, hoy tendréis un nuevo amiguito.

Y con un gesto, agitó su varita sobre ella y desapareció.