martes, 11 de marzo de 2014

EL PÁRROCO

Le habían donado la vieja casona al párroco, se encontraba en un terreno adyacente al cementerio del Pueblo donde se dedicó a salvar almas. Donde cuidó de la pequeña que pedía en una calle de la ciudad y que ahora lo cuidaba amorosamente. Aquel beatifico párroco había salvado al pueblo de la ruina y el pecado por lo que era premiado. No dudó en ajusticiar a las veinticuatro mujeres por brujería, sin más pruebas que las malas cosechas y acusaciones sacadas con tortura. Ahora, el párroco, solo oía el crujir de la maroma sobre la madera que sufría por su peso, mientras se balanceaba con las últimas convulsiones de su estertor final. Sentía su cabeza a punto de estallar, mientras la asfixia le sacaba la lengua hinchada y le impedía pedir una piedad que él no tuvo, y así, poder rogar por su alma a ese dios vengativo en el que él creía. Mientras sus ojos salían de sus cuencas mirando a aquellas veinticuatro figuras que rodeaban a su niña, a la que recogió, alimentó y crió como una hija; ella sujetaba la cuerda mientras recogía y soltaba las piernas buscando que su sufrimiento se alargara. El viejo párroco se repetía: ¿por qué tú? Ella sonreía recordando a su madre, la única superviviente, que trenzó, la cuerda con cuidado, una maroma que uniera por fin a las veinticuatro más allá de la muerte. La recordaba, añadiendo hebras y hebras de largos mechones de pelo, para hacerla resistente, gruesa y robusta. Se lo debía a aquellas que habían sido ajusticiadas en la horca. Bellas cabelleras de mujer a las que, amorosamente, había cortado después de su muerte. Por fin, la maroma colgaba de una viga del techo…