sábado, 19 de abril de 2014

FELICIDAD

El olor del mar, el ruido de las olas al romper en la orilla, el murmullo de las primeras conversaciones de la mañana y algún vendedor que ofertaba sus productos a los madrugadores, hicieron pintar una mueca risueña en mi cara para traerme de vuelta de mi aturdimiento. Mi dolor de cabeza no importaba y el sabor reseco y pastoso en la boca tampoco. Solo me interesaba una cosa, el deseo hecho realidad de una ilusión inmortal que sería mía para siempre. Una sensación de felicidad ilimitada que nació un día en los ojos de aquel que secuestró mis sentidos. El hombre de los globos llegó a nuestra altura, y tras una mirada rápida, mostró la mejor de sus sonrisas. No había más que decir, él lo sabía. Conocía esa emoción. La veía todos los días en ese lugar en cientos de parejas. Esa euforia desmedida que se desprende como los rayos del sol y que es la verdad de un amor sin igual. Me giré y ahí estaba. Tumbado con la ropa revuelta, feliz, plácido y sereno. Guapo como él solo podía serlo. Mío para la eternidad. Aquel mercader se alejó sin dejar de contemplarnos, para aceptar que nuestra pasión era como sus preciosos pendones, multicolor. No veía un par de chicos, sino dos amantes.