Las niñas correteban por el monte, intentando elevar al
viento las extrañas maquetas-cometa, bajo la mirada indecisa de su hermana
mayor, que las observaba pensativa; por su mente circulaban mil preguntas, que
derribaban el cuento que su tío les había contado. No cabía duda que su tío les
había mentido, y si aquella historia era falsa, ¿cuántas más lo serían? ¿cuánto
habría de verdad en sus sueños infantiles? Y si eran mentira, ¿por qué
perpetuarlos? ¿por qué no contar la verdad a los niños?
El rostro de su hermana mediana le sacó de sus pensamientos.
—¿Te pasa algo, María? ¿Estás mal?
—No —respondió—, sólo estaba pensando.
—¿Y por qué no atraes a las hadas, como nosotras, mientras
piensas?
María la contempló fijamente, y al ver el brillo en los ojos
de su hermana, lo comprendió todo. Mantener vivo aquel brillo, aquel candor, lo
justificaban todo; contar historias, inventar mentiras; e incluso la muerte de
la propia inocencia. Ese era el significado de alcanzar la madurez. Miró a su
hermana, y una sonrisa cariñosa asomó a sus labios:
Y levantando su propia maqueta-cometa, suspiró, jurando
proteger los sueños de sus hermanas, como si fuera lo más sagrado del mundo.