Había salido de trabajar traspasada la
medianoche y el último autobús aún no había pasado por mi parada. Me senté en
el banco de la marquesina y ante el silencio imperial de la solitaria calle me
quedé traspuesto lo que me parecieron unos segundos, o eso pensé yo. Cuando
desperté el mundo que conocía había cambiado.
Ante mi asombrada estupefacción me
encontraba en un escenario con claro sabor victoriano, como si la revolución
industrial hubiera sucedido hacía poco tiempo. Paralizado vi pasar un tren con
una locomotora que despedía humo por su enorme chimenea. Comprobé que las
farolas eran llamas provocadas por algún tipo de aceite. Las calles empedradas,
que estaban sembradas de postes de luz que llevaban corriente a las casas de la
zona, despedían un hedor a estiércol de caballo y extraños efluvios
indefinibles.
En la marquesina donde estaba sentado había
un espejo donde vi mi reflejo, aunque estaba totalmente diferente. Llevaba un
extraño bombín negro, una camisa blanca con corbatín negro, un chaleco marrón,
una chaqueta tres cuartos de color claro, unos pantalones oscuros y unos
botines negros.
Una mano enguantada me agarró del hombro y
me provocó un sobresalto. Ante mi estaba la más dulce mirada que hubiese
contemplado jamás. Unos ojos verdes enmarcados en una cara perfecta que estaba
cubierta por un gracioso sombrero que cubría una castaña melena recogida.
— ¿Se
encuentra bien? —Me dijo una exquisita voz.
Y al pestañear para desperezarme de la
sorpresa la magia Victoriana se esfumó. Regresé a mi mundo, mi época y mi
realidad.
—Si —La
sonreí—, perfectamente.
—
¿Seguro? —Insistió.
—Seguro.
Y no de muy buen grado se alejó con su carro
para seguir con el trabajo que la veía hacer todas las noches.