EL OBSERVADOR I
La tormenta rugía sobre el mar a lo lejos y, aunque se veían los rayos
iluminar el cielo de la noche, en tierra todavía reinaba la calma. La
temperatura cálida y la brisa suave no anunciaban lo que estaba por llegar.
Como cada noche de temporal veraniego,
cogería el camino hacia la playa. Los postes de madera atados entre sí con
viejas maromas delimitaban una senda marcada, descendente, suave, de arena fina
y cálida que ella hacía descalza las noches en las que los temporales formados
en alta mar.
Se notaba que esos momentos nocturnales eran
los que a ella le gustaba bajar por el sendero; despacio, deleitándose en el
paseo, en la calidez del verano, para bañarse en las aún aguas calmas de esas
horas de la noche. Una cierta
luminosidad dejaba ver con claridad los contornos del paisaje y delimitaba las
negras nubes de la tormenta que, aunque en alta mar,
se acercaba rápida, cabalgando sobre olas.
Olas que emitían lucecitas plateadas que eran como estrellas brillantes
sobre el mar, ondas rizadas por la brisa en la superficie del agua, dándoles
aspecto de puntillas blancas como delicados encajes. En ese entorno, ella bajaba por el sendero
como una sonámbula, andaba sobre la cadencia de sus caderas, con un ritmo que
lo hipnotizaba.
Él la observaba desde las dunas,
sabía que en esas noches veraniegas de luna llena y tormenta, acostumbraba a
bañarse. La veía llegar a la orilla, como se desprendía de su camisola blanca, que
dejaba en la orilla de forma descuidada, y como, pasito a pasito, despacio, entraba en el
agua. Tan despacio, que apenas se movía
el agua, ni se formaban ondas alrededor de ella. Era un momento en el que todo alrededor de
ella se paraba, el tiempo, las olas, el viento. Todo se detenía, toda la playa
contenía el aliento, incluso él no respiraba.
Intuía y esperaba ese momento en el que el agua marina humedecería la
piel de ella, con un leve chasquido al sumergirse
en las aguas. Sus largas piernas se
transformarían y aparecería su aleta caudal, se transformaría en la sirena que
era. La observaría bañarse de forma lánguida, jugar con las olas, la luz de la
luna le robaría la plata a su cola que destellaba con cada rayo de la aún
lejana tormenta.
Era la mujer que vivía en la cabaña
junto a las dunas, justo al final del malecón donde el dejaba su barca. Una
sirena. El la observaba y callaba no fuera a espantarla.
EL OBSERVADOR II
El satélite lunar sobre el horizonte
marino ocupaba casi toda la cúpula celeste. ¡Era magnífica! Ocupaba todo el
espacio que la ventana de su pequeña casa, cerca del puerto y enfrente del mar,
permitía ver del exterior. Nació un
deseo imperioso. Tenía que salir a la noche, ir a la playa y, entre las dunas
cerca de la orilla, observarla. ¿Qué
fenómeno estelar había creado ese paisaje? Nunca había visto a nuestro satélite
tan cerca, tanto que le empujó a levantar la mano y tocarla. El reflejo de la luz solar en la luna definía
cada cráter, cada valle y montaña del astro lunar, era como un mapa
retro-iluminado de tres dimensiones que te atrapaba, rodeaba hasta crearte la
sensación de ser absorbido por él.
Era tal su fulgor que, en algunas
zonas de ese mundo lunar, la luz era tan fuerte que creías ver ciudades y
autopistas iluminadas, llenas de vida. El mar solo era una alfombra de color azul acerado
que refulgía con brillos de estrellas a sus pies. Solo una ligera neblina
ascendía desde el agua, escalando las rocas de los acantilados; el contraste
del calor del día estival y el frescor de las corrientes del norte la creaban a
esas horas de la noche, dejando la costa iluminada y fantasmagórica.
Ensimismado, dentro del paisaje
lunar, escuchó el chapoteo que le recordó a su sirena. Ella también estaba allí, la vio sumergirse en las aguas marinas y
deslizarse en ellas, girando y braceando en una danza hipnótica. Estaba tan extasiado en sus bellos momentos que no se percató de que estaba de pie, en
las rocas, iluminado por la luna, y no
tuvo la precaución de quedarse a resguardo para no asustarla y hacerla huir.
Ella, en un giro, lo vio y sus ojos
se encontraron. En ese momento mágico, se formó un puente entre
ellos dos y la luna, y la tierra y el agua. Ella le tendió las manos abiertas y
le invitó con un ademán a introducirse en el agua. Él estaba en trance, se dejó llevar como si volara, era una pluma
ingrávida. Su inmersión en el agua fue
como quien planea suavemente y, muy despacio, se hundió en el agua, de forma tan suave que
no notó la humedad. Solo era consciente
de los ojos de ella, donde brillaba la luz lunar, de sentir sus brazos
rodeándolo, de cómo su boca atrapaba la
de él y unidos por un beso, giró con ella sobre el agua, dentro del agua, fuera
del agua. Sus labios le absorbían la
vida, inundándole de un inmenso amor, intenso y apasionado, que le unía a la
magia que ese ser emanaba. Se dejó
llevar, se dejaba llevar, se iba y se fue con ella. Voló, nadó y danzó unidos por esa noche
hechizada. Se fue con ella a las
profundidades marinas. Nadie jamás pensó
en una muerte tan dulce, tan apasionada, tan bella, con tanto amor. El murió feliz.