domingo, 8 de junio de 2014

EL OBSERVADOR


EL OBSERVADOR  I
La tormenta rugía sobre el mar  a lo lejos y, aunque se veían los rayos iluminar el cielo de la noche, en tierra todavía reinaba la calma. La temperatura cálida y la brisa suave no anunciaban lo que estaba por llegar.
Como cada noche de temporal veraniego, cogería el camino hacia la playa. Los postes de madera atados entre sí con viejas maromas delimitaban una senda marcada, descendente, suave, de arena fina y cálida que ella hacía descalza las noches en las que los temporales formados en alta mar.
 Se notaba que esos momentos nocturnales eran los que a ella le gustaba bajar por el sendero; despacio, deleitándose en el paseo, en la calidez del verano, para bañarse en las aún aguas calmas de esas horas de la noche.  Una cierta luminosidad dejaba ver con claridad los contornos del paisaje y delimitaba las negras nubes de la tormenta que, aunque en alta mar, se acercaba rápida, cabalgando sobre olas.  Olas que emitían lucecitas plateadas que eran como estrellas brillantes sobre el mar, ondas rizadas por la brisa en la superficie del agua, dándoles aspecto de puntillas blancas como delicados encajes.  En ese entorno, ella bajaba por el sendero como una sonámbula, andaba sobre la cadencia de sus caderas, con un ritmo que lo hipnotizaba.
Él la observaba desde las dunas, sabía que en esas noches veraniegas de luna llena y tormenta, acostumbraba a bañarse.  La veía llegar a la orilla,  como se desprendía de su camisola blanca, que dejaba en la orilla de forma descuidada, y como,  pasito a pasito, despacio, entraba en el agua.  Tan despacio, que apenas se movía el agua, ni se formaban ondas alrededor de ella.  Era un momento en el que todo alrededor de ella se paraba, el tiempo, las olas, el viento. Todo se detenía, toda la playa contenía el aliento, incluso él no respiraba.  Intuía y esperaba ese momento en el que el agua marina humedecería la piel de ella, con un leve chasquido  al sumergirse en las aguas.   Sus largas piernas se transformarían y aparecería su aleta caudal, se transformaría en la sirena que era. La observaría bañarse de forma lánguida, jugar con las olas, la luz de la luna le robaría la plata a su cola que destellaba con cada rayo de la aún lejana tormenta. 
Era la mujer que vivía en la cabaña junto a las dunas, justo al final del malecón donde el dejaba su barca. Una sirena. El la observaba y callaba no fuera a espantarla.






EL OBSERVADOR  II

El satélite lunar sobre el horizonte marino ocupaba casi toda la cúpula celeste. ¡Era magnífica! Ocupaba todo el espacio que la ventana de su pequeña casa, cerca del puerto y enfrente del mar, permitía ver del exterior.   Nació un deseo imperioso. Tenía que salir a la noche, ir a la playa y, entre las dunas cerca de la orilla, observarla.  ¿Qué fenómeno estelar había creado ese paisaje? Nunca había visto a nuestro satélite tan cerca, tanto que le empujó a levantar la mano y tocarla.  El reflejo de la luz solar en la luna definía cada cráter, cada valle y montaña del astro lunar, era como un mapa retro-iluminado de tres dimensiones que te atrapaba, rodeaba hasta crearte la sensación de ser absorbido por él.
Era tal su fulgor que, en algunas zonas de ese mundo lunar, la luz era tan fuerte que creías ver ciudades y autopistas iluminadas, llenas de vida.  El mar solo era una alfombra de color azul acerado que refulgía con brillos de estrellas a sus pies. Solo una ligera neblina ascendía desde el agua, escalando las rocas de los acantilados; el contraste del calor del día estival y el frescor de las corrientes del norte la creaban a esas horas de la noche, dejando la costa iluminada y fantasmagórica.
Ensimismado, dentro del paisaje lunar, escuchó el chapoteo que le recordó a su sirena.   Ella también estaba allí,  la vio sumergirse en las aguas marinas y deslizarse en ellas, girando y braceando en una danza hipnótica.   Estaba tan extasiado en sus bellos momentos  que no se percató de que estaba de pie, en las rocas, iluminado por la luna,  y no tuvo la precaución de quedarse a resguardo para no asustarla y hacerla huir.
Ella, en un giro, lo vio y sus ojos se encontraron.  En ese  momento mágico, se formó un puente entre ellos dos y la luna, y la tierra y el agua. Ella le tendió las manos abiertas y le invitó con un ademán a introducirse en el agua.   Él estaba en trance,  se dejó llevar como si volara, era una pluma ingrávida.  Su inmersión en el agua fue como quien planea suavemente y, muy despacio,  se hundió en el agua, de forma tan suave que no notó la humedad.   Solo era consciente de los ojos de ella, donde brillaba la luz lunar, de sentir sus brazos rodeándolo,  de cómo su boca atrapaba la de él y unidos por un beso, giró con ella sobre el agua, dentro del agua, fuera del agua.  Sus labios le absorbían la vida, inundándole de un inmenso amor, intenso y apasionado, que le unía a la magia que ese ser emanaba.  Se dejó llevar, se dejaba llevar, se iba y se fue con ella.  Voló, nadó y danzó unidos por esa noche hechizada.  Se fue con ella a las profundidades marinas.  Nadie jamás pensó en una muerte tan dulce, tan apasionada, tan bella, con tanto amor.  El murió feliz.