lunes, 19 de enero de 2015

SEÑALES DE HUMO



Aprendí a hacer señales de humo en mi más tierna infancia. Me enseñó mi abuelo Hermenegildo que en paz descanse y Dios lo guarde en el cielo hasta que yo llegue.
Hoy he observado que en lo más alto del bosque Orunga se atisban pequeñas señales de humo. No consigo identificarlas muy bien pero sé que me buscan, son las señales que llevo años esperando.
He encendido una hoguera y he robado la manta de cuadros chilenos de mi pobre madre muerta. La he dejado disecada en la cocina. Hace años que murió pero su pensión me llega puntualmente todos los veintiocho de cada mes. Y una no está para dejar de percibir esa pequeña ayuda. Me permite permanecer en el pueblo, en mi casita de madera; y solo acudir al mercado cada lunes para comprar las frutas y verduras de toda la semana.
La hoguera ha prendido rápida. Recuerdo que es San Antón y aprovecho la lumbre para arrojar a la cacatúa de Bartolo, mi hermano. No tiene plumas, está loca de remate, se las arranca ella misma y solo sabe graznar, me pone de los nervios. Le diré a mi hermano que la acerqué a la hoguera de la plaza para que la bendijera el cura y que se escapó graznando enloquecida. Era propiedad del demonio, seguro.
Con la manta de cuadros de mi madre Hortensia hago las señales de humo que aprendí de mi abuelo. Y contemplo el horizonte en busca de una respuesta.
Si es el sí que tanto anhelo, arrojaré a la momia de mi madre al fuego para que descanse y saldré corriendo en busca de aquel que me haya contestado. Me lo dijo la bruja de la Lola. "Tu amor llegará del cielo, en forma de nube. Un sí hecho con humo será la señal y tú deberás acudir a su encuentro".
Y aquí estoy, esperando. Nada. Ya hace horas que la hoguera murió. Mi madre sigue sentada en la mecedora de la cocina, con las cuencas de sus ojos vacías, mirando la nada que la aguarda.
De pronto un pequeño círculo se eleva en el cielo. ¡Es humo! Y es un sí, un círculo pequeño que se va agrandando hasta hacerse un enorme círculo que asciende hasta el cielo, donde desaparece absorbido por la atmósfera.
Corro a la casa a recoger a mi madre. Sin apenas darme cuenta la he arrojado a la hoguera apagada. No importa. Está tan mustia que al caer al suelo, se ha hecho pedazos. Nadie descubrirá su cadáver jamás.
Y corro, corro como el viento, hasta llegar a la falda del monte Orunga. Allí observo. La proximidad de aquel que ha encendido el fuego me hace temblar desde el pelo hasta la uña de mi pie izquierdo. Me escondo tras un tronco de un árbol muerto y aguardo.
El ser que ha enviado la señal no tiene una hoguera encendida. Fuma en pipa. Una pipa gigante, como un saxofón de grande. Y de su cuerpo de pipa surge otro círculo, primero minúsculo y después haciéndose más grande, hasta llegar a convertirse en el enorme anillo que viera yo antes desde mi cabaña de madera.
Me acerco y saludo tímidamente. El dueño de la extraña pipa me mira. Quedo paralizada del terror. No tiene ojos, solo un abismo negro que me engulle con una sonrisa en los labios.

_Soy tu dueño y señor. Lo hiciste bien hasta hoy. He venido a buscarte. Allí donde irás tú también te consumirás en el fuego como todo lo que quemaste en vida.