Como cada vez que llegaba una
caravana camino del oeste, en busca de nuevas tierras que habitar, habían sido recibidos
con alegría y jolgorio, preparando una fiesta que duraría hasta altas horas de
la madrugada, y en la que participarían todos, habitantes y viajeros. Tan solo
el viejo Irving permaneció al margen, rezongando contra los forasteros, pues
sospechaba que ocultaban algo, pero pronto sus gruñidos quedaron ocultos tras
jarras de cerveza fresca.
A pesar de su borrachera, fue él,
precisamente, el primero en levantarse a la mañana siguiente, y al mirar a su
alrededor, comenzó a reír a carcajadas y a gritar como loco. Poco a poco fueron
despertando sus conciudadanos, más confusos que resacosos; los viajeros se
habían esfumado, de la fiesta no quedaba ni rastro, e incluso las huellas de
carromatos y caballos habían desaparecido.
Alguien hizo un tétrico
descubrimiento, un cadáver en alto estado de descomposición, pero aún
reconocible como uno de los forasteros; otra persona informó de la desaparición
de una joven, que la noche anterior parecía haber intimado con uno de los
viajeros. Mientras, el viejo Irving seguía danzando y brincando, sin dejar de
gritar: