martes, 22 de marzo de 2016

INVISIBLES

Era un callejón invisible para los transeúntes en el que conviven ratas, una camada de gatos y algunos perros callejeros. Se alimentan de los restos de un restaurante y calman su sed en charcos perpetuos porque el sol no entra en él para evaporarlos. Dormitorio eventual de mendigos que buscan un lugar donde la luz no visibilice su indigencia. Un lugar alimentado de sombras donde pasar desapercibidos.  Huyen de ojos que no quieren ver miserias. Allí, una pequeña desharrapada de cuerpo menudo comparte residencia con sus habitantes.Se esconde entre los contenedores donde echa los desperdicios un opulento restaurante del casco viejo.
Apenas recuerda como acabó allí, en una ciudad de voces que no entendía.   Una turba aterrorizada la arrancó de las manos seguras de su madre.  Zarandeada de un lado a otro, acabó en un olvidadero de niños que gritaban en lenguas confusas. Escapó huyendo de la violencia que el hambre genera. Se esconde porque no quiere volver a ese infierno. Decidió callar y el silencio la enmudeció.  Olvidó su nombre, el sonido de su voz y su lengua materna. El recuerdo de su lugar de origen le llega frío, cortante y en ráfagas como el efecto del viento en un túnel.  No quiere dormir, si cierra los ojos, sus oídos se abren y a su sueño le acompaña el terror del silbido que precede a la destrucción.

Allí, entre los contenedores, espera los desechos del restaurante para poder saciar el hambre.  Ese callejón le proporciona invisibilidad, comida y bebida como al resto de sus habitantes. Hoy hubo suerte, un tesoro en forma de migajas de pastel de chocolate cayó en sus manos.  Lo comienza a engullir en estado de alerta. Atenta a cualquier sonido que le indique el peligro de un temido retorno al olvidadero, escucha el maullido lastimoso de un gato, y observa como el animal se acerca renqueando; huele su rico manjar.  El pobre no está mucho mejor que ella.  Arrastra una pata y le falta el pelo de la cabeza, algunas costras resecas cubren su lomo en el que se dibujan sus costillas.  El pobre animal apenas tiene fuerzas para acercarse más. La pequeña tensa el cuerpo dispuesta a defender su tesoro.  Pero algo en ella le hace cambiar de actitud y le tiende una miguita del pastel con precaución.   El gato ronronea sin fuerzas, ignora la mano y con gran esfuerzo, se sube a su regazo buscando acomodo y se queda en él.  La pequeña no sabe qué hacer.  Enternecida insiste en dar de comer al pobre bicho, pero el gato rechaza el manjar, sólo emite un triste y quedo lamento semejante al de un bebé. El llanto le trae un lejano recuerdo que la entristece. La tensión del miedo desaparece para sentirse tan agotada que comienza a llorar con él.Abandona los restos de la comida en el suelo y se arrebulla con el gato buscando calor. Su callejón protector es ahora más frío y húmedo que nunca, echa de menos a su madre, su voz, la luz y el calor del sol.  Ambos se dejan llevar por la somnolencia y se quedan dormidos en un sueño reconfortante del que no volverán a despertar.