jueves, 2 de octubre de 2014

EL SR. DIRECTOR (3º entrega de LAS TRAVESURAS DE PASCUALINA)

Pascualina se encontraba otra vez delante del despacho del director.  Su madre avanzaba por el pasillo, acelerada y atolondrada,  dando unas voces que los oídos sufrían como si fueran coces.  Otra vez la habían llamado para que se llevara a su niña a casa castigada.  El cariño era mutuo entre los dos;  para Pascualina el director Bernardo  era un gordito pachón, y para él,  ella no era santo de su devoción.  Don Bernardo le tenía ojeriza y cada dos por tres le llamaba la atención.  Tonterías como los ataques de pánico de la profe de matemática, ante la invasión del aula de pérfidos bichos como  cucarachas, arañas o gusanos de jardín.  El director no tenía pruebas pero intuía que del trompón de la profesora era culpable la pequeña de ojos grandes, menuda y de pelo rubio alborotado que corría como un ciclón.   En su despacho, informó a su madre que la próxima vez sería expulsada durante tres días, con cara sería, repantingado en su enorme butacón.
Pascualina intentó una y otra vez hacerle entender que ella no era la culpable de que la profe tropezara en una tabla levantada del suelo y se diera semejante castañón.  Para una vez que no era ella…
 Lo miró intensamente y vio dentro de él aquello que lo atormentaba.
Mientras su madre y el director discutían sobre su mala educación, se fijó en las cartas preparadas para mandar al correo.  Lo observó tan estresado que decidió que le haría el favor de echarlas por él al correo.  Seguro que así compensaba su enfado por las travesuras a que sometía habitualmente a los profes porque ella pensaba que habitualmente no eran justos.
Y así lo hizo.  Cogió las cartas y al salir del cole de la mano de su madre, en un descuido, las echó en  un buzón.
El director buscaba sus cartas y preguntaba a su secretaria si ya las había llevado a la estafeta del callejón.
En una de esas cartas confesaba arrepentido que había malversado los fondos que el colegio tenía para la comida del comedor. En otra le decía adiós al amor de su vida, el profesor de gimnasia, un atleta de triatlón.  Lo sentía por su mujer e hijos pero le habían diagnosticado un tumor cerebral terminal y le quedaba un mes de vida. Quería dejar su conciencia tranquila y dejar todos sus asuntos con su dios en paz.  No había decidió enviar esas cartas, quería esperar a que la enfermedad estuviera más avanzada y ya lejos del colegio para poder morir ajeno al follón.
Sonó el teléfono, era del despacho del médico dónde le habían realizado las analíticas que concluyó en un diagnóstico tan desalentador y que habían dado como resultado tan tremenda valoración.  Al otro lado del teléfono,  el Doctor Marcos, se deshacía en disculpas y muy compungido lamentaba el error.  Su enfermera había confundido los historiales y Don Bernardo estaba completamente sano.  Al Director solo le venía la imagen de la sala de espera de su despacho, en la que  Pascualina y su madre estaban esperando su decisión.  Solo en ese momento entendió la mirada penetrante de Pascualina y su sonrisa sardónica, con esa expresión en su cara de una gran satisfacción.