sábado, 2 de enero de 2016

LA NIÑA DEL FARO



Cada mañana salía a hurtadillas. Se levantaba temprano y dejando el calor  de su jergón colocado junto al fogón de la cocina.  Huía del desapego, de ese vaso de leche cruda que vomitaba.  Mientras, la familia del farero dormía en las habitaciones del piso superior, cuando se despertaban no la echaban de menos.  La pequeña de siete años, de pelo enmarañado y mirada huidiza se deslizaba silenciosa seguida del perro de la familia. No seguía el camino de escaleras que unía la casa con el faro de forma segura,  subía descalza por las rocas entre los nidos de gaviotas.  Sin miedo a la altura ascendía rápida la abrupta pared. Le gustaba más ese camino, sentir como las corrientes de aire la empujaban hacia arriba y como el aleteo de las gaviotas sobre su cabeza la despeinaba.  Contemplar ese paisaje le hacía sentirse libre.  El perro la seguía trastabillando.  No abandonaría a su compañera de juegos. Su destino era llegar a pie del faro, y sobre una roca  del saliente más alto sentarse a observar en silencio el mar.  
Desde ese punto abarcaba toda la entrada a la ría.  Permanecía absorta e inmóvil con la mirada perdida  en el horizonte.  El perro de mil leches se tumbaba con el hocico pegado a la chiquilla y dormitaba recuperándose de la subida. Barcos de carga,  entraban despacio, deslizándose con calma como si les doliera irse y volver.    Los pequeños barcos pesqueros salían y entraban en tropel a primera hora de la mañana y al final del día, como si la falta de luz fuera un conjuro que pudieran hacerlos desaparecer en el mar.   
Con el faro a su espalda miraba  en una orilla de la ría el pueblo pesquero y enfrente, el puerto de descarga, dónde finalizaban las vías de la red ferroviaria.   Eran  un caótico entramado de ramificaciones llenas de vagones que esperaban su mercancía.  En el centro del laberinto había un establecimiento que atendía a estibadores, ferroviarios y pescadores en sus necesidades servían comida y bebida en el piso inferior. En el piso de arriba calmaban su soledad por unos pocos billetes. 
Encontraba en el movimiento del agua del mar historias fantásticas que se desarrollaban como películas de grandes aventuras.  Los barcos que surcaban esas aguas eran viajeros, héroes que volvían con llenos de presentes mágicos que la acompañaban en sus horas llenas de silencios.  Viajaba con ellos sobre una gran llanura de agua que la llevaba lejos, muy lejos de aquel faro.

  El día se apagaba anunciando la hora de volver   con la familia del farero, a una escudilla de gachas en el jergón, mientras el perro se enroscaría  a su lado.  Al fin y al cabo ese había sido el sitio del animal y ahora lo compartía con ella.