domingo, 26 de enero de 2014

ROTO

Hasta aquel día nunca había estado tan segura de que alguien moriría. Tampoco nunca había visto una tormenta semejante. Era tal y como su abuelo describía las tempestades que hundieron su barco en el 55: negra, tétrica y pesada, muy pesada. Daba vértigo mirar al cielo, posar la mirada en esas nubes cargadas, casi metálicas; los rascacielos parecían indefensos palillos ante la gigantesca marea oscura que se acercaba rápidamente. Ella esperaba al primer rayo, al primer crujido, para echar a correr antes de que el cielo cayese sobre ellos hecho pedazos. Oh, porque estaba segura de que lo haría. Un sudor frío la recorrió entera. La gente miraba hacia arriba y rápidamente echaba a andar, atemorizada, intentando refugiarse en los portales o dentro de los edificios de la inminente lluvia. Ella, en su parte más inocente, también la esperaba; gotas enormes y pesadas de agua muy fría golpeando su cabeza y sus hombros. Pero su intuición le decía que corriese lejos. MUY LEJOS. Estaba acercándose a las afueras, a las que nunca había ido, también cubiertas por las nubes oscuras. Pensó que no estaría de más encender las farolas públicas, porque parecía que la noche hubiese llegado a las 12 del mediodía. Y seguía segura de que alguien iba a morir. Un hombre negro se acercó a ella, tal vez preocupado por su aire confuso y aterrado. Le dijo algo que ella no entendió, que ni siquiera escuchó. Lo miró, desencajada, con la boca abierta en un rictus o espantoso de miedo y los ojos abiertos. Él repitió la pregunta, y ella no pudo oírlo. Nadie habría podido. Porque fue entonces cuando el cielo se rompió. Un enorme rayo de luz zigzagueó de nube en nube, cegando todas las miradas desafortunadas que estaban clavadas en el cielo, y tomando contacto con la tierra abrasó a aquel hombre negro cuyos ojos preocupados se deshicieron en las mismas cuencas. Quedó reducido a un mero amasijo de entrañas y huesos requemados con olor a pollo. Y a suela de zapato. Ella sabía que alguien iba a morir desde aquella mañana. Contó, y no pasó ni medio segundo desde el rayo cuando un ruido monumental la ensordeció, obligándola a gritar para descargar las terribles vibraciones que invadieron su cuerpo. Se tiró al suelo, desesperada, y miró hacia arriba. Después del rayo viene el trueno. Su instinto siguió diciéndole que corriese lejos, muy lejos, cuando el primer pedazo de cielo se desprendió y cayó, como una esquirla de cristal, sobre su cabeza. Alguien iba a morir, pensó. Lo sabía.