martes, 17 de diciembre de 2013

EL CRIO

Salí a la calle con paso descuidado, dando trompicones, solo con un objetivo: coger la calle central, la que va hasta el río y llegado al puente, subirme a la valla y tirarme sobre las aguas invernales. No soportaba el dolor de su ausencia más. Eran las primeras navidades juntos desde nuestra boda a principio de otoño. Había sido un noviazgo rápido y apasionado. Desde el minuto uno no pudimos separarnos, con él, todo la serenidad y la locura. Ahora nada, tantos planes, promesas un futuro lleno de proyectos. Al torcer la esquina me encontré con el mercado navideño. Otra punzada de dolor, aceleré el paso, quería atravesar las luces, la promesa del fin del dolor era tan atractiva… La gente se arremolinaba a mí alrededor, tropezaba, no me dejaban pasar la plaza con la rapidez que mi ansia me apremiaba. Cerca del puesto de figuritas navideñas quedé absorta contemplando un nacimiento con alegres colores y sentí como algo me aferraba la pierna. Dios, era un maldito crío de unos cuatro años, tenía la cara llena de lágrimas y mocos, llorando desconsolado llamaba a su madre. Qué hacer; titubeé mirando a mi alrededor, buscándolos, pero nadie reparaba en nosotros, nadie nos atendía. Pasé varias horas preguntando de puesto en puesto, mientras se iban cerrando poco a poco. Estaba aturdida y no sabía qué hacer con el maldito crío. Solo llamaba a su madre repetidamente. Esto aplazaba mis planes. La comisaría estaba cerrada y yo solo quería llegar al puente y a esas aguas que arrastrarían mi desesperación. Allí acabamos los dos, yo mirando la corriente del río pasar con rapidez por debajo de los ojos del puente, él mirándome a mí con expresión de sueño y agotamiento. Decidí volver a casa y acostarlo, mañana volvería a la comisaría, lo entregaría y solo pospondría una noche el final. A la mañana siguiente desperté, busqué la cabecita de pelo rizado oscuro que me recordaba algo en el otro lado de mi cama, pero allí no había nadie, no entendí nada. ¿Dónde estaba el maldito crío? No me extrañaba que su madre lo perdiera, debía ser un niño demasiado inquieto. Volví al mercado, igual estaba allí, junto al puesto de las figuritas navideñas, pero el mercado ya no estaba. ¿Ya no estaba? Todavía no había pasado la navidad, ¿cómo era que lo habían desmontado? Pregunté a una señora que barría la nieve de la puerta por el mercado navideño, ella me miró como si estuviera loca y me contestó que jamás había habido un mercado allí. Sentí que todo me daba vueltas, todo se tornó oscuro. Cuando abrí los ojos, oí de lejos una voz amable que me susurraba al oído; tranquila, solo ha sido un desmayo, algo normal en tu estado, el bebé está bien. Ahora debes de cuidarte, estás embarazada. Cinco años después pasábamos los dos el puente sobre un río de aguas turbulentas, de aciago recuerdo. Mi niño me miró con ojos inquisitivos y dijo: — ¿Mami, me compras el nacimiento de muchos colores? —¿Cuál nacimiento?—le pregunté y cogiéndome de la mano me fue llevando calle arriba hasta la plaza. ¬Aturdida contemplé la plaza llena de puestos navideños, poco a poco mi hijo me llevó hasta el puesto en el que cinco años antes vendían aquel nacimiento que me detuvo en mi camino hacía el puente, hacía el río. No acertaba a comprender qué estaba sucediendo. Pero mi pequeño me repetía: —Mami, no me sueltes, no me vuelvas a perder.