La
niña tenía la nariz pegada al escaparate de la tienda de animales del nuevo
centro comercial. Miraba ensimismada con
una sonrisa en la cara. Los ojos
abiertos mostraban la curiosidad y la expectación de quien ve algo sorprendente
y exótico. Seguía maravillada los
gráciles y ágiles movimientos de los pequeños macacos.
Poco
después caminaba hacia su casa con un tití pigmeo de no más de 15 cm que su
madre le compró en la parte trasera de la tienda, donde el dependiente había
hecho un buen negocio. Él sabía que en cuanto la niña viera el tití, lo podría
vender por un pastizal. Había conseguido
traerlo de forma ilegal y lo tenía en la trastienda, compartiendo jaula con los monos
nigerianos.
Poco
podía saber su madre que aquellos juegos alegres de su hija de 5 años, en una
habitación llena de peluches y papel pintado con imágenes del animal favorito
de la pequeña, se tornaría en tragedia.
El
tití murió a los pocos días y pensaron que la niña cogió el catarro a
consecuencia de su tristeza. Poco a
poco ese catarro se convirtió en una gripe que se extendió entre los compañeros
de la clase de la pequeña. Sus
profesores y el resto de los padres fueron cayendo después, ante esa gripe
mortal. Para cuando las autoridades
sanitarias fueron conscientes del brote de Ébola, el vendedor de animales
exóticos había cerrado la tienda por defunción.