Los gritos
de los niños irrumpiendo en la habitación me arrancaron de cuajo de aquel
extraño sueño. Mientras hablaban de manera atropellada ambos, mis recuerdos se teñían con el verde de unas
hojas que conformaban la frondosidad de un árbol plagado de monos. Estos, como
en una mala comedia de serie b, parloteaban sin parar de cómo conseguir la vida
eterna y, cuando el más anciano de ellos iba a hablar, entraron los niños
gritando y arrancándome dos años de vida con el susto.
Ahora,
sentado en la cama con mis dos pequeñajos hablando nerviosos de la excursión
al centro de animales, no lograba borrar de mi mente la mirada de
aquel simio sabio, ni las posibles palabras que no llegó a pronunciar.
—…24 monos —Dijo mi hija.
— ¿Qué has dicho? —le pregunté.
—Que tenemos que ver el Árbol de los 24 monos.
— ¿Y eso por qué? —Insistí yo.
—Porque si
caminamos por él siguiendo las indicaciones, al final el mono sabio te dará un
gran consejo —contestó ella risueña.
— ¿Un consejo? —me extrañé.
—Si papá. Un consejo. Y a ti te podría dar la receta
de la vida eterna…—y cuando se rió de manera psicópata y escalofriante, me
desperté para ver que, como hacía más de un
año, seguía en mi celda del manicomio.