Me desperté
desconcertado, con el sentido de la orientación perdido. La boca reseca y
pastosa. La visión borrosa, con una extraña figura intuyéndose de mala manera.
Un vacío en el recuerdo que me hacía dudar de donde estaba, donde había estado
y donde querría estar. El sentido del habla amordazado. Los brazos como bloques
de plomo y las piernas como piedras de granito.
Cuando la
nube en mi mirada se disipó, mi mente reaccionó a lo que mis ojos le mostraban
y su sorpresa paralizó mi intoxicado pulso. Ante mi había un árbol dibujado a
mano alzada, como dibujado por o para un niño. Un sudor frío recorrió mi frente
y espalda. No quería saber nada. No debía saber nada.
—Hay 24 monos —Me asaltó una voz femenina y el
infarto casi aparece en mi pecho—. Los dibujó tu hija el día que te fuiste de
casa —Mi mujer, mi ex, mi…—. Anoche fuiste una máquina —me dijo acariciándome
el pecho—, pero debes volver.
— ¿Volver? —Contesté anonadado.
Su risa me
erizó el pelo. Su mirada heló mi razón.
—Estoy muerta —habló con maldad en la mirada—. Me
mataste delante de tu hija y ella se volvió loca. Debes volver y salvarla.
Rescátala de su infierno o ella te llenará tus noches de monos…
—¡¡¡Nooooo!!! —y desperté, como todas las noches, en
el camastro de mi celda. Ese que tenía las paredes forradas con dibujos de
árboles y monos mandados por mi hija.