Brillaba húmeda ,de un
rojo intenso, perfecta en su redondez.
La sostenía entre sus dedos temiendo aplastarla. El aroma de la fruta inundaba su imaginación, evocando
imágenes de arbustos repletos de frutos silvestres. Los olores de un bosque de colores intensos y
salvaje le llegaba según le acercaba
el arándano a los labios. Unos labios, expectantes y ligeramente entreabiertos, temblaban. Sentía, sin tocarla, su presencia. El olor fragante
de su aftershave le hacía sentir como se elevaba su temperatura corporal sin
poder controlarse. Poco a poco, su respiración iba acelerándose. Inspiró con
fuerza y la sensación de inseguridad le hizo apretar los labios. Tenía
los ojos tapados por la suave corbata de él y que, nada más entrar, le había
colocado. Se sentía insegura, quería que
esta vez fuera diferente pero el ambiente, los aromas, le provocaron un estado
alterado de conciencia desde el primer momento.
Dejó de ser ella misma para que sus instintos tomaran el control de su
existencia. Solo había llegado a ver una
chimenea encendida y en el suelo, delante de ella, una champanera y una bandeja
con unos pastelitos de aspecto delicioso que no alcanzó a ver bien. Su voz la trajo a la realidad del momento, le
resultaba contradictoria; era calmada, grave y suave. Pero su transfondo tenía
un ruego imperativo, al cual no era capaz de negarse. ¿No era capaz? ¿O no quería?
-Confía- El sonido de su voz le llegó de forma
hipnotizante. Notaba el olor ácido del fruto del bosque, mezclado con el dulzón aroma
del almíbar. Y esta vez, al entreabrir los labios, notó que su lengua, tímida al
principio, se aventuraba a asomar entre sus labios, que ahora empezaban a
humedecerse con la primigenia sensación de uno de sus instintos más básicos.
Él la contempló durante
un par de segundos, en los que el tiempo se deslizaba suavemente,
alargándolos. Contemplaba esos labios
que se mostraban ansiosos y que, ahora, de forma hambrienta, ofrecían el fruto
carnoso de su interior, sugerían un mundo
de sensaciones. Era tan apetitoso que se dejó llevar y lo atrapó con su boca para
saborearlo poco a poco, despacio, notando la creciente humedad de sus bocas
ante tan sabroso manjar. El jugo de el
fruto silvestre se mezcló con el sabor de la boca de ella, con un contraste que
lo enloqueció. El suave olor de almendras lo enervó de tal manera que no
pudo contenerse y, cercándola entre sus brazos, la apretó contra su cuerpo para poder sentirla
cerca y perderse en ella de forma tan intensa que cuando el primer pinchazo de
dolor en el estómago lo dobló, no supo que le pasaba y, desconcertado, cayó. Entre intensos dolores y con la respiración
colapsada, dando sus últimos estertores
en el suelo a los pies de ella, murió.
Ella deslizó la corbata y la dejó caer sobre el cuerpo yaciente,
contemplando la escena con una sonrisa fría en su cara. Se limpió con cuidado el carmín de los
labios, bebió un largo trago de cava y se comió despacio la fruta, mientras se
deleitaba contemplando el magnífico cuerpo de su víctima, duro y
musculado. El rictus de su boca le
recordó ese último beso y delante de la chimenea sobre la alfombra se desnudó despacio, se acarició primero suavemente, para ir elevando, poco a poco, el
ritmo de sus manos y sus dedos sobre su piel, hasta llegar al clímax. Otra vez volvió a tener esa sensación de no ser ella
misma, como si se desdoblara; otra vez la dama de San Valentin tomó el control
y había cobrado su pieza.