Arropada
cálidamente debajo de mi edredón disfrutaba de un sueño evocador del que te
despertabas descansada y feliz. Poco a
poco la ensoñación se disipaba, para oír otra vez de forma lejana el sonido de
la caja de música. Las últimas noches se ponía en funcionamiento sola; tenía
muchos años y el resorte que sujetaba la tapa se soltaba y el mecanismo se
ponía en marcha. Tenía que arreglarla, pero me retraía hacerlo. Relacionaba con la música el sueño recurrente
de las últimas noches, en el que bailaba por toda la casa al compás del sonido
de la caja, regalo de mi abuela. Era tan
intenso que me resistía a despertar para ir a cerrarla.
Cuando ocurría no podía evitar sentir añoranzas, por toda una larga carrera de
bailarina, llena de éxitos y de
recuerdos. Contemplaba mis fotos de todos aquellos ballets que había
interpretado y que inundaban mi casa. La danza me realizó como persona, era
algo más que un medio de vida, me hacía feliz. Fue mi profesión durante años.
Amaba bailar. Y cuando soñaba que bailaba, el recuerdo me volvía hacer rememorar las sensaciones que encontraba en la danza.
Me sentía etérea, libre, volátil. La música volvía a introducirse dentro de mis
entrañas. La notaba subir por el estómago e inundar mi pecho, llegar a las
puntas de los dedos, que movían el aire a mi alrededor, dejándome llevar por la
melodía, haciendo que mis pies se volvieran ligeros y mis piernas flexibles,
elevándome en infinitas piruetas y giros, haciendo que el mundo desapareciera.
Sintiendo la música como poesía en movimiento.
Años de esfuerzo y dedicación a
adquirir una técnica depurada habían suavizado y moldeado mi cuerpo, con
el único objetivo de poder expresar con bellos movimientos las partituras más
hermosas.
Siendo
niña, mi abuela me regaló su caja de
música. Una hermosa pieza de plata donde una bailarina giraba y giraba al son
de la melodía del cascanueces. Era
habitual que me encontrara bailando con las zapatillas de estar por casa
rellenas de calcetines en las puntas, haciendo equilibrios delante de mis muñecos,
al compás de la caja, fascinada por la música e hipnotizada por la
muñequita de ballet. Bailaba horas y
horas delante de mis compañeros de juegos, emulando a una primera bailarina.
Descubierta por mi abuela, ella me pagó
mis primeras clases de ballet y mis primeras zapatillas con puntas. La recuerdo y añoro, me llevaba y esperaba,
me observaba y animaba. Juntas íbamos al
ballet y me acompañó en mis progresos, en mi debut, en mi éxito. Y cuando nos dejó la lloré tanto, que desde
entonces la caja de música me acompañaba en cada estreno. Esa cajita de música me la recordaba, su
sonido me hacía ponerme a bailar sin poder evitarlo.
Me
despertó otra noche más y al abrir los ojos no estaba en mi habitación. Me
encontraba en el suelo del salón con las viejas zapatillas de ballet puestas. Unas zapatillas que colgué del cabecero de mi cama cuando me
retiré de mi profesión. No me habría
extrañado amanecer en esas condiciones, si no fuera porque pegada a mi cama, en
mi dormitorio permanecía la silla de ruedas que me acompañaba desde hacía dos
años. Un accidente de coche me había
dejado inválida.