Moviéndose como una pluma, la niña dio algunos pasos más de baile
delante de sus peluches, y después saludó a su público, como si fuera una
bailarina profesional, como tantas veces había visto hacer en la televisión. Un
aplauso inesperado atrajo su atención hacia la puerta de su habitación:
—¡Papi! ¿Me estabas viendo?
—Claro que sí, mi pequeña cisne —le respondió su padre sonriendo; se
acercó para darle un beso, pero su sonrisa se torció en una mueca de
circunstancias—. Escucha, peque, tengo que salir.
—¿Trabajo de nuevo?
—Sí, cariño, ¡los malos nunca paran! Ya he avisado a la señora Ortega,
por si quieres algo.
La besó en la frente y salió de la habitación de su hija. La niña se
acercó lentamente a la puerta, y escuchó como la señora Ortega le pedía a su
padre que fuera con cuidado:
—Y coja a ese maldito abusador —le oyó añadir con furia—, que pague
por todo lo que ha hecho.
La niña hizo un mohín de disgusto, y se acercó corriendo hasta su
armario; rebuscando entre sus cosas, tomó una pequeña varita y comenzó a
agitarla por la habitación. Satisfecha, se volvió hacia los peluches y los
observó detenidamente; sus ojos de botón y plástico, la miraban muy
atentamente, como pidiendo misericordia.
—Desde luego —dijo la niña, agitando la cabeza negativamente—, los
adultos nunca aprenderéis; bueno, hoy tendréis un nuevo amiguito.
Y con un gesto, agitó su varita sobre ella y desapareció.