Caminaba por los silenciosos pasillos de
aquel museo parándose a contemplar cada obra durante varios minutos, intentando
desentrañar las pautas y los pasos seguidos por los autores en el proceso de
creación hasta llegar al resultado final, cuando los sollozos de una pequeña
niña llegaron a sus oídos.
Recorrió con su mirada la sala donde se
encontraba en busca de la fuente de aquel llanto. Vio parejas abrazadas, grupos
de pensionistas y otros de chavales procedentes de alguna escuela. Encontró al
vigilante en la puerta con la vista perdida. Nadie parecía escuchar el llanto
de la pequeña.
Se movió por la sala hasta descubrir, tras
una gran escultura negra, a una pequeña con la cara colorada y el rostro
anegado en lágrimas. Se agachó junto a ella y le preguntó:
—
¿Qué te pasa pequeña?
—He
perdido a mi gato. ¿Ha visto usted a mi gato?
—
¿Te han dejado entrar con un gato en el museo?
—El
siempre ha estado conmigo, —siguió sollozando ella—, siempre.
—
¿Ves a ese hombre de uniforme de la puerta?
—Si…
—Mientras
yo le pregunto tu me esperas aquí. ¿Vale?
—Vale
—sonrió ella.
Se acercó al guardia, que le vio llegar,
sonriendo.
—Buenas
tardes. He encontrado una niña llorando por que ha perdido a su gato.
—Es
usted un bromista —soltó el vigilante.
—
¿Perdón? —se sorprendió él.
—La
única niña con gato es la de ese cuadro. —Y señaló hacia la pared de la
derecha.
Pudo comprobar, estupefacto, que la niña del
cuadro era la niña del gato perdido. Corrió a donde la había dejado escondida
para ver que ya no estaba allí. Aturdido caminó tambaleándose hacia un rincón y
se sujetó contra la pared.
Unos segundos después la voz de una mujer
anunció que el museo iba a cerrar en cinco minutos. Algo más recuperado del
susto avanzó por el pasillo y de pronto una voz le paralizó.
—Gracias
señor por encontrar a mi gato.
Salió corriendo del edificio sin mirar atrás
con el espanto dibujado en su cara.