Había encargado a un artista
reproducir en pequeño formato el gran cuadro que mostraba a su hija antes del
bombardeo. Y sería lo último que verían sus ojos cuando estrellase el zepelín
contra la residencia del culpable del ataque. Ya no le quedaba nada que perder,
salvo la vida, y la iba a entregar gustoso para acabar con el asesino de su
hija y de tantos de sus conciudadanos.
Las alarmas antiaéreas atronaban
sus oídos, pero ya era tarde para detenerle. Si le destruían caería sobre el
palacio presidencial.
Allá abajo una niña miraba al
cielo y en sus brazos se revolvía un gatito. La historia volvía a repetirse.