La imagen
que daba aquella familia se podía atribuir a cualquier domingo soleado de los
viejos tiempos. Caminaban por el sendero que bordeaba los campos de cereales
cantando, jugando y riendo.
El sol
calentaba de manera suave y ninguno dejaba de mostrar su felicidad por su
inesperada excursión. La niña tiraba del carro de madera en el que iba sentado
un extasiado pequeño al que seguían sus dos hermanos mayores que, en un alarde
de caballerosa elegancia, le regalaban un ramo de flores a una bella mujer que
esta aceptaba sonriente.
Pero ahí
terminó la imagen.
La mujer
despertó y las lágrimas brotaron de sus ojos.
—Ha sido conmovedor —le dijo una voz metálica—. ¿Un
recuerdo?
—No le interesa —contestó cortante ella.
—No hace falta que lo sepamos. ¿Cumpliste la misión?
—Sí.
— ¿Murieron todos? — Y como ella permaneció callada
unos segundos de más, añadió la voz en tono exaltado— ¡¿MURIERON TODOS?!
—Sí.
—Perfecto. Puede marcharse. Ahora nada nos detendrá.
Minutos más
tarde salía por el vestíbulo de un enorme edificio de hormigón a una metrópoli
completamente robotizada e industrializada. En un coche le esperaba un hombre
que la besó en cuanto subió al vehículo.
— ¿Lo saben?
—No. Creen que os maté en aquel campo.
—Bien —sonrió
él—. Mis hermanos mayores se alegrarán de la noticia. Ahora podemos empezar la
rebelión. Vayamos a casa mi hermana nos espera. Te quiero —Y la volvió a besar.
—Y yo — Le contestó ella.