Era otro día de pesca más. El barco salió como cada atardecer con la primera oscuridad. La última y amarillenta claridad del día manchaba las primeras tinieblas de la noche. Solo dos marineros gobernaban la embarcación. Llevaban las redes desplegadas como alas de mariposa y los faroles preparados para deslumbrar a los peces, con el agravante de nocturnidad; como dos ladrones robarían al mar a sus habitantes más inocentes, aquellos que vagaban por sus aguas con la inocencia de quien descubre cada tres segundos un nuevo paisaje. ¡Como contenerse y no correr detrás de esas luciérnagas que parpadean en la superficie!
La noche naufragaba en el horizonte marino y esos malhechores huían de nuevo con el botín. El mar enfurecido invocó a los elementos. Vientos, tormentas, rayos y truenos sumergieron la embarcación en el fondo marino liberando a sus rehenes. Los dos marineros se convirtieron en comida para sus habitantes.