Era un callejón invisible para los
transeúntes en el que conviven ratas, una camada de gatos y algunos perros
callejeros. Se alimentan de los restos de un restaurante y calman su sed en charcos
perpetuos porque el sol no entra en él para evaporarlos. Dormitorio eventual de
mendigos que buscan un lugar donde la luz no visibilice su indigencia. Un lugar alimentado
de sombras donde pasar desapercibidos.
Huyen de ojos que no quieren ver miserias. Allí, una pequeña desharrapada
de cuerpo menudo comparte residencia con sus habitantes.Se esconde entre los
contenedores donde echa los desperdicios un opulento restaurante del casco
viejo.
Apenas recuerda como acabó allí, en una
ciudad de voces que no entendía. Una
turba aterrorizada la arrancó de las manos seguras de su madre. Zarandeada de un lado a otro, acabó en un
olvidadero de niños que gritaban en lenguas confusas. Escapó huyendo de la
violencia que el hambre genera. Se esconde porque no quiere volver a ese
infierno. Decidió callar y el silencio la enmudeció. Olvidó su nombre, el sonido de su voz y su
lengua materna. El recuerdo de su lugar de origen le llega frío, cortante y en
ráfagas como el efecto del viento en un túnel.
No quiere dormir, si cierra los ojos, sus oídos se abren y a su sueño le
acompaña el terror del silbido que precede a la destrucción.
Allí, entre los contenedores, espera los
desechos del restaurante para poder saciar el hambre. Ese callejón le proporciona invisibilidad,
comida y bebida como al resto de sus habitantes. Hoy hubo suerte, un tesoro en
forma de migajas de pastel de chocolate cayó en sus manos. Lo comienza a engullir en estado de alerta.
Atenta a cualquier sonido que le indique el peligro de un temido retorno al
olvidadero, escucha el maullido lastimoso de un gato, y observa como el animal
se acerca renqueando; huele su rico manjar.
El pobre no está mucho mejor que ella. Arrastra una pata y le falta el pelo de la
cabeza, algunas costras resecas cubren su lomo en el que se dibujan sus
costillas. El pobre animal apenas tiene
fuerzas para acercarse más. La pequeña tensa el cuerpo dispuesta a defender su
tesoro. Pero algo en ella le hace
cambiar de actitud y le tiende una miguita del pastel con precaución. El gato ronronea sin fuerzas, ignora la mano y
con gran esfuerzo, se sube a su regazo buscando acomodo y se queda en él. La pequeña no sabe qué hacer. Enternecida insiste en dar de comer al pobre
bicho, pero el gato rechaza el manjar, sólo emite un triste y quedo lamento semejante
al de un bebé. El llanto le trae un lejano recuerdo que la entristece. La
tensión del miedo desaparece para sentirse tan agotada que comienza a llorar
con él.Abandona los restos de la comida en el suelo y se arrebulla con el gato buscando
calor. Su callejón protector es ahora más frío y húmedo que nunca, echa de
menos a su madre, su voz, la luz y el calor del sol. Ambos se dejan llevar por la somnolencia y se
quedan dormidos en un sueño reconfortante del que no volverán a despertar.