La ambulancia volaba.
La sirena atronaba por una avenida de casas grandes que habían conocido tiempos
mejores. Caserones que poco a poco fueron abandonados por sus moradores o
muriendo con ellos, ya quedaban muy pocos habitados. Las decrépitas mansiones
daban tranquilidad a los caducos y escasos ocupantes del barrio.
La llamada a la central
era clara. Alguien se encontraba en "parada" y era urgente conseguirle
atención médica. Víctor, el médico, y
sus dos técnicos sanitarios cruzaron el abandonado jardín de la entrada. Penetraron
en la casa deprisa, acarreaban el material médico buscando a la persona
afectada. Víctor preguntó de forma
apremiante a la mujer que les había abierto la puerta, dónde se encontraba el enfermo. Apenas captó, de refilón, los colores
chillones del estampado de una bata brillante, que reflejaba la tenue luz de
una bombilla solitaria. Las palabras de la mujer sonaban arrastradas e
inconexas indicando el piso superior. Algunas sombras huidizas se movían detrás
de ella. Víctor subió las escaleras de dos en dos. En lo alto de la escalera
una cría con el rostro húmedo por las lágrimas le indicó el fondo del pasillo
de la derecha. En ese momento algo le
turbó, pero la necesidad de atender la urgencia le hizo rechazar el desasosiego. El pasillo largo apenas tenía luz, media docena
de puertas a ambos lados, solo susurros y el sonido lejano de una antigua
gramola, salían de ellas. Al fondo otra
mujer cubría su desnudez con un viejo mantón y abrazaba con fuerza a una pequeña
que lloraba desconsolada. Le hacía
gestos indicándole el interior de la última habitación. En un par de zancadas llegaron los tres y
entraron apresuradamente. De forma competente comenzaron a atender el cuerpo
desmadejado e inconsciente de otra joven.
Víctor tomó sus constantes vitales e intentó captar algo de vida en el
cuerpo de una niña de unos once años. No era capaz de valorar su edad, el
maquillaje de su cara le daba el aspecto de una joven adulta, pero su desnudez
era el de una chiquilla que apenas había alcanzado la pubertad. En esa cama de sábanas revueltas solo quedaba
un cuerpo frío sobre una mancha espesa con el olor metálico de la sangre seca. La
realidad sacudió a Víctor con sus ojos fijos en el lecho. Volvió la turbación y el desasosiego cuando
recordó a la niña del final de la escalera y la vio, de nuevo, medio desnuda,
maquillada como una máscara. Al igual que a la pequeña de la puerta con la
pintura de los ojos recorriéndole el rostro por el llanto. En un segundo todo
tomó sentido y supo donde se encontraba. Estaba mirando la muerte de una muñeca, en una casa de muñecas.