No
quiso verla, ni sentirla. La comadrona insistió, pero ella perseveró en
no querer contemplar a su
bebita. En el silencio de la noche el
llanto la llamaba. Como una sonámbula la
observaba a través de la cristalera de neonatología. Mirarla la llenaba de
ternura. Sabía que tenía que alimentarla
y lo que ello implicaba. Sentada en el sillón hospitalario se la acercó al
pecho y comenzó a amamantarla. Un grito
desgarrador atravesó el silencio. La enfermera
contempló como la madre muerta mantenía entre sus brazos a su pequeña,
que succionaba, engullía satisfecha los pechos descarnados de su madre.