Llevaba sentada lo que le parecía
una eternidad, y no tuvo más remedio que mirar ese cuadro en la pared, muy
adecuado para un comedor público... o, para su desgracia, un comedor en la casa
de sus futuros suegros. Al menos, no era el bodegón típico con el cadáver de
algún faisán y dos manzanas con gusano, de sorpresa. No le decía nada, no le
gustaba, pero menos aún le apetecía estar sentada en esa mesa, así que lo
miraba. Oía la conversación y los ruidos de la comilona como un zumbido
molesto, en plan moscardón cojonero.
Volvió al camino, con la mujer
del cuadro.
"Son cuatro niños... aunque
ella puede ser la niñera, y no la madre. Deben ser de buena familia, están muy
limpitos, o justo era uno de los escasos días del año en que se bañaban...
Estas pinturas mostraban el lado más bucólico del arte costumbrista. El pintor
no era tan meticuloso para dibujar los piojos que correteaban por las
cabelleras infantiles, ni se transmitía con el color el olor que desprendían,
porque la ropa se lavaba de peras a cuartos."
"Cuatro", se repitió a
sí misma.
Salió del paisaje cuando todo
quedó en silencio. El moscardón debía haberse caído en alguna copa de vino. Uno
normalito, dicho sea de paso. Todos la miraban, expectantes, con una sonrisa
con un punto bobalicón, como en el cuadro.
—Bernard quiere tener cuatro
hijos, somos una familia numerosa. La que menos de los nuestros, tiene una
parejita, la pobre. Espero que a ti no te ocurra.
La voz atiplada de la madre de su
novio atravesó sus tímpanos, no daba crédito a lo que oía.Volvió la mirada al
cuadro de nuevo, que parecía mostrarle el futuro desde una imagen del pasado.
—¡Cuatro!.
Tripitió. En esta ocasión, lo
dijo en voz alta. Quizás lo gritó. El caso es que la miraban con la boca
abierta. Y... ¿cuándo se había puesto de pie?... ¿Era ella misma quien estaba
despidiéndose atropelladamente mientras buscaba su bolso?
No podía creerlo, le estaba
diciendo a su novio que terminaba con él, a palo seco. Se sentía como un
autómata, gran parte de su voluntad estaba anulada, no era dueña de sus
actos...
Levantó el abrigo del sillón y,
al enderezarse, su mirada chocó de nuevo con el cuadro. Algo había cambiado. La
mujer había girado la cabeza en un ángulo imposible y la miraba directamente,
con una sonrisa salvadora en sus labios.