—Aquí tiene, su chocolate con
churros.
—Gracias —respondió el hombre sin
mirarle, inmerso en sus documentos.
Nada más darse la vuelta el
camarero, y sin que nadie las viera, dos formas blanquecinas surgieron de la
nada, tomando poco a poco el aspecto de dos manos; silenciosamente, fueron
tomando uno a uno los churros, mojándolos en chocolate, y haciéndolos
desaparecer en la nada que las rodeaba; y en cuanto terminaron con el desayuno,
se desvanecieron tal como habían aparecido.
El hombre levantó los ojos, y
llamó al camarero, indignado.
—¿Señor?
—A ver, dígame ¿dónde está lo que
le he pedido?
—Pues, no sé... Le juro que lo he
dejado ahí.
—Ya... ¿Y esto? ¿Le parece a
usted una taza de chocolate?
—Pues no, más bien... Un cuarto
de taza.
—Esto... ¡Esto es indignante! Me
voy, ¡No van a volverme a ver por aquí!
Y recogiendo sus papeles con
rapidez, salió precipitadamente del establecimiento.
—Con este ya van cinco desde que
reabrimos, con la nueva decoración —dijo desde la barra el otro camarero—; y
curiosamente todos se sentaban en esa misma mesa.
—No pensarás que está
"embrujada" o algo así.
—Quién sabe... ¡Haberlas, haylas!
—Bah, tonterías... —y sin más, se
puso a recoger la mesa, sin fijarse en cómo, desde la pared, un sonriente
Carpanta le observaba.