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Cada mañana salía a
hurtadillas. Se levantaba temprano y dejando el calor de su jergón colocado junto al fogón de la
cocina. Huía del desapego, de ese vaso
de leche cruda que vomitaba. Mientras, la
familia del farero dormía en las habitaciones del piso superior, cuando se
despertaban no la echaban de menos. La
pequeña de siete años, de pelo enmarañado y mirada huidiza se deslizaba
silenciosa seguida del perro de la familia. No seguía el camino de escaleras
que unía la casa con el faro de forma segura,
subía descalza por las rocas entre los nidos de gaviotas. Sin miedo a la altura ascendía rápida la
abrupta pared. Le gustaba más ese camino, sentir como las corrientes de aire la
empujaban hacia arriba y como el aleteo de las gaviotas sobre su cabeza la despeinaba.
Contemplar ese paisaje le hacía sentirse
libre. El perro la seguía trastabillando.
No abandonaría a su compañera de juegos.
Su destino era llegar a pie del faro, y sobre una roca del saliente más alto sentarse a observar en
silencio el mar.
Desde ese punto
abarcaba toda la entrada a la ría. Permanecía
absorta e inmóvil con la mirada perdida
en el horizonte. El perro de mil
leches se tumbaba con el hocico pegado a la chiquilla y dormitaba recuperándose
de la subida. Barcos de carga, entraban
despacio, deslizándose con calma como si les doliera irse y volver. Los pequeños barcos pesqueros salían y
entraban en tropel a primera hora de la mañana y al final del día, como si la
falta de luz fuera un conjuro que pudieran hacerlos desaparecer en el mar.
Con el faro a su
espalda miraba en una orilla de la ría
el pueblo pesquero y enfrente, el puerto de descarga, dónde finalizaban las
vías de la red ferroviaria. Eran un
caótico entramado de ramificaciones llenas de vagones que esperaban su
mercancía. En el centro del laberinto había
un establecimiento que atendía a estibadores, ferroviarios y pescadores en sus
necesidades servían comida y bebida en el piso inferior. En el piso de arriba
calmaban su soledad por unos pocos billetes.
Encontraba en el
movimiento del agua del mar historias fantásticas que se desarrollaban como
películas de grandes aventuras. Los
barcos que surcaban esas aguas eran viajeros, héroes que volvían con llenos de
presentes mágicos que la acompañaban en sus horas llenas de silencios. Viajaba con ellos sobre una gran llanura de
agua que la llevaba lejos, muy lejos de aquel faro.
El día
se apagaba anunciando la hora de volver con la familia del farero, a una escudilla de
gachas en el jergón, mientras el perro se enroscaría a su lado.
Al fin y al cabo ese había sido el sitio del animal y ahora lo compartía
con ella.