La niña lloraba desconsoladamente; ni siquiera los inocentes
juegos de su hermanita le hacían sonreír. Y es que ya habían pasado demasiados
días desde que su querida mascota, su adorada gatita, desapareciera sin dejar
rastro.
Ajena a las lágrimas de la chiquilla, la gata dormitaba
tranquila. No entendía el dolor de su amita, de la misma manera que tampoco
comprendía los sustos que se llevaban el pescadero y el lechero, cuando se les
acercaba; ni sabía tampoco que su propia existencia había llevado a una persona
a la locura, en otra parte de Londres, ni que había sido la protagonista de uno
de los más osados experimentos de la ciencia.
Nada había variado la vida de la única gata invisible del
mundo.