A través de la ventana lo veía; mientras, la tarde iba avanzando y la luz mortecina
del invierno dejaba que la noche llegara
con rapidez. Balanceándose lentamente en
la hamaca de su porche, ella sonreía
pensando que debía ser feliz al dejarle verla. Cada día se levantaba y se
duchaba despacio, enjuagándose delicadamente, disfrutando de la esponja, y
recreándose en aquellos sitios que imaginaba a él le gustaban. Como cada noche la observaba desnudarse y
ponerse suaves y delicados pijamas en su honor.
Al principio, se enfadaba cada vez que lo veía babeando mirándola a hurtadillas. La miraba de forma tan intensa que casi
sentía el aliento caliente y húmedo del vecino mirón sobre su piel. La sensación era tan babosa que le producía
repugnancia. Detestaba esos ojos que la
miraban de forma lujuriosa, desnudándola.
No pudo soportarlo más, y una mañana del
invierno pasado, lo sorprendió y le dio con el azadón en la cabeza. Un golpe
seco y sus ojos quedaron abiertos de par en par mirando al vació. Le tapó
la cabeza con un saco, harta de que la observara a todas horas. . .
Cada día desde hace ya 12 meses lo contempla sentada plácidamente. Lo ve consumirse poco a poco cada día. Ahora imagina
aquellas cuencas vacías dentro del saco. Ya no la mirarán desde el vacío. Por
fin ella creía (cree) que son felices los dos. El “podrá verla” por el resto de
la eternidad, y a ella ya no le importa tenerlo enfrente de su ventana; le espanta los cuervos que (antes) destrozaban las
plantas de su jardín.