- Huele a humedad y a pescado, hay una brisa fresca… -
digo al llegar. – Sí, definitivamente, estoy en la playa. ¡Qué silencio! Esto
es vida – añado. Cojo mi palo, la sombrilla y la tumbona. Me dispongo a dar un
paseo hasta la orilla del agua. - Es raro – pienso – que en pleno mes de
agosto, no haya ni un alma. Tanto mejor, toda la playa para mí sola. Qué
maravilla – suspiro – la arena no quema, aunque hay algunas durezas que… Dios
mío, me caigo. Oh, debe de ser algún animalito. ¿Quieres jugar conmigo? ¿Dónde
estás? Sigo por el sendero que me indica mi bastón, pero hay demasiados
obstáculos. Cansada, apoyo con fuerza la tumbona en el suelo. Pero antes de
sentarme en ella, la silla se plega. Pruebo con la sombrilla. Investigo el
suelo y encuentro un hoyo. Perfecto. Aprieto con fuerza el palo de la sombrilla
y hago círculos para clavarlo más adentro. Una humedad caliente penetra en mis
calcetines. ¿Tan cerca estoy de la orilla? – me pregunto. Al momento me siento
elevada del suelo. - ¡Qué fuerza tienen estos pájaros! – grito asustada. – Eh,
¡que no sé volar! ¡Que no sé volaaaaaaaaaar! – repito. Me noto ligera, vuelo
por los aires breves momentos y empiezo a caer hasta llegar al agua. Chof. Las
capas de ropa que llevo rodean mi cabeza asfixiándome mientras braceo
intentando agarrarme a algo en mi oscuridad. Soy incapaz de subir a la
superficie. SUCESOS. Una anciana sorda y ciega es manteada y arrojada al mar
por unos bañistas furiosos tras provocar diferentes heridas (algunas de
gravedad) y contusiones.