El sonido anual inundaba las calles. Millones de aleteos
llenaban de música celestial los oídos de los niños que correteaban felices
intentando atraparlos. Los libros cubrían el cielo y no dejaban traspasar la
luz del sol.
Algunos ya habían elegido a su dueño y bajaban en picado
como águilas hacia su presa, que esperaba impaciente con las manos abiertas o
corría presurosa y se escondía detrás de la puerta de casa. El libro, en este
caso, alzaba el vuelo en busca de otro a quien amar.
Un mendigo atisbaba en las sombras en busca del libro de
Mark Twain. Tal vez le pudiese sacar de aquel atolladero donde andaba metido.
Pero nunca se dejaba atrapar y huía burlándose de él.
Ha pasado un año desde entonces y vuelve a oírse el peculiar
aleteo. Esta vez nadie sale a recibirlos. Están metidos en sus hogares con
Internet, Ipads, Ipods, Ebooks y demás tecnologías. Se han olvidado del olor de
sus páginas recién imprimidas, de su textura.
Los libros, heridos, caen lentamente intentando alzar de
nuevo el vuelo pero es demasiado tarde. Yacen marginados junto al polvo del
camino.
El mendigo recoge con ternura el que durante tanto tiempo ha
sido la fuente de sus esperanzas. Lo lee, lo relee, pero la magia ha
desaparecido.