La tormenta rugía sobre
el mar a lo lejos y, aunque se veían los
rayos iluminar el cielo de la noche, en tierra todavía reinaba la calma. La
temperatura cálida y la brisa suave no anunciaban lo que estaba por llegar.
Como cada noche de
tormenta veraniega cogía el camino hacia la playa. Los postes de madera, atados
entre sí con viejas maromas, delimitan una senda marcada, descendente, suave,
de arena fina y cálida, que ella hacía descalza las noches en las que los
temporales formaban en alta mar.
Esos momentos
nocturnales era cuando le gustaba bajar por el sendero; despacio, deleitándose
en el paseo, en la calidez del verano, para bañarse en las aún aguas calmas de
esas horas de la noche. Una cierta
luminosidad dejaba ver con claridad los contornos del paisaje y enmarcaba las
negras nubes de la tormenta, que aunque en alta mar, se acercaba rápida,
cabalgando sobre olas. Olas que emitían
lucecitas plateadas como estrellas brillantes sobre el mar, ondas rizadas por
la brisa en la superficie del agua, dándoles aspecto de puntillas blancas como
delicados encajes. En ese entorno, ella
bajaba por el sendero como una sonámbula, andaba sobre la cadencia de sus
caderas, con un ritmo que lo hipnotizaba.
Él la observaba desde
las dunas, sabía que en esas noches veraniegas de luna llena y tormenta,
acostumbraba a bañarse. La veía llegar a
la orilla, como se desprendía de su
camisola blanca, que dejaba en la orilla de forma descuidada, y como, pasito a pasito, despacio, entraba en el
mar. Tan despacio, que apenas se movía
el agua, ni se formaban ondas alrededor de ella. Era un momento en el que, todo alrededor de
ella se paraba, el tiempo, las olas, el viento. Todo se detenía, toda la playa
contenía el aliento, incluso él no respiraba.
Intuía y esperaba, ese momento en el que el agua marina humedecería la
piel de ella, con un leve chasquido, al sumergirse en las aguas. Sus largas piernas se transformarían y
aparecería su aleta caudal, se transformaría en la sirena que era. La
observaría bañarse de forma lánguida, jugar con las olas, la luz de la luna le
robaría la plata a su cola, que destellaba con cada rayo de la aún lejana
tormenta.
Era la mujer que vivía
en la cabaña junto a las dunas, justo al final del malecón donde él dejaba su
barca. Una sirena. El la observaba y callaba no fuera a espantarla.